Estas manos dan amor. Son manos que no solo tocan, sino que sienten, que abrazan todo lo que soy, todo lo que me rodea. Estas manos tienen una profunda necesidad de calmar mi corazón, de encontrar esa conexión que me permite descansar en el presente. Cuando me concentro, cuando dejo que el flujo de mis pensamientos se calmen un poco, me doy cuenta de que tengo la capacidad de ir más despacio, de sentir cada tecla como si fuera una extensión de mi ser, y recordar con claridad, sin prisa, las teclas que ya sé de memoria.
La memoria, el cerebro, el cuerpo humano… todo es un misterio. Un enigma tan profundo que nunca deja de sorprenderme. Es como si cada célula tuviera su propio propósito, su propio camino de descubrimiento. Pero lo más misterioso de todo, es cuando te detienes a cuestionar tu propia realidad. Cuando te miras a ti mismo y te dices: soy una persona que siente profundamente, una persona llena de preguntas, de inquietudes, una persona que busca respuestas en cada rincón de su mente.
Y es ahí, en ese preciso momento de reflexión, cuando te das cuenta de algo poderoso: tú eres el juez de tu propia realidad. Tú, con todas tus dudas, tus miedos, pero también con toda tu luz, eres quien decide cómo interpretar lo que ves, lo que sientes, lo que vives. Creo que, en este camino, es mucho mejor así. Porque tenemos el poder, un poder infinito que reside en nosotros, en cada uno de nosotros. Un poder que, aunque a veces no vemos con claridad, siempre está ahí, esperando a ser reconocido.
Ese poder no es algo externo, no es algo que necesitamos buscar fuera. Está dentro de ti, dentro de mí, dentro de todos. Está en cada respiración, en cada pensamiento, en cada acción que decidimos emprender. Y al reconocerlo, al permitirnos sentirlo y confiar en él, comenzamos a entender que somos mucho más que simples observadores de nuestra realidad. Somos creadores. Y con ese poder, todo es posible.
