Si has llegado hasta aquí, es porque quizás has pasado por algo similar o te sientes completamente fuera de lugar.
Desde pequeña, siempre me sentí diferente. No solo era una sensación, sino una manera distinta de ver la vida. Lo notaba en mi conexión con los animales, en cómo podía sentir su felicidad, su hambre, su frío o su necesidad de cariño. También lo percibía en las noches estrelladas, preguntándome si hay vida más allá, si alguien nos observa, si en algún momento nos encontraremos con aquellos que partieron.
Recuerdo poco de mi infancia, muchas memorias las bloqueé. Sin embargo, sé que nunca guardé rencor hacia quienes me hicieron daño: adultos con comentarios hirientes, burlas, o incluso el esposo de mi madre, quien nunca me dejó ser yo. Una mujer mayor que visitaba la casa de mis abuelos solía decirme: “Qué fea eres, niña”. Nunca le creí. Curiosamente, sí creí algunas cosas que decía el esposo de mi mamá.
Hoy, con 28 años, me miro al espejo y me digo cosas hermosas. Y lo más importante: cada día me las creo más.
Mi despertar comenzó a los 21 años, cuando me fui a vivir sola. Recuerdo que era abril y sentía una soledad desgarradora. Salía con un chico muy guapo y, en mi desesperación, le pedí vernos. No pudo. Me sentí aún peor. Busqué refugio en la casa de unos amigos, pero tampoco encontré la paz que anhelaba. Pasaban los días y el dolor en mi alma no desaparecía.
Mi estilo de vida giraba en torno a fiestas, alcohol, marihuana y otras drogas. Me despertaba tarde, comía lo que podía (dejé la carne porque mi cuerpo la rechazaba) y gastaba mi dinero en salir y en fumar. Aun así, de alguna manera, logré terminar el instituto con buenas notas, en parte gracias a una amiga que me apoyó mucho.
No me arrepiento de nada. No lo repetiría, pero cada experiencia fue una lección.
Trabajé limpiando una casa grande. El dueño, un hombre casado, pasaba mucho tiempo en casa. Con el tiempo, nos encariñamos y él me propuso un trato: dinero a cambio de una noche juntos. Lo acepté. Fuimos a un motel, consumimos cocaína, bebimos, entramos al jacuzzi y tuvimos sexo con protección. No sentí nada. Ni placer ni conexión. Después lo repetimos, pero seguía siendo vacío. Podría haber seguido sacándole dinero, pero no era mi intención. Tiempo después, cuando me seguía llamando, le pedí que me olvidara. Hoy, escribir esto me hace sentir libre, como si lo estuviera recordando de una película ajena.
Gran parte de mi despertar tuvo que ver con la búsqueda de aprobación. Dentro de mí había una niña herida que anhelaba amor y atención. Esa herida me llevó a refugiarme en la marihuana durante siete años. Me ayudaba a relajarme, a compartir, a sobrellevar la soledad. Gasté mucho dinero en ello, pero también me abrió puertas a otros mundos: leía sobre ángeles, espiritualidad, el despertar, la noche oscura del alma, vidas pasadas, tarot, numerología. Todo me resultaba familiar, como si estuviera recordando algo que ya sabía. Sin embargo, nadie a mi alrededor entendía lo que yo veía y sentía. Me sentía sola.
Con el tiempo, entendí que mi relación con la marihuana se había vuelto una dependencia. La necesitaba para todo. Y aunque me juzgué mucho, aprendí a amarme, a aceptarme, a integrar mis sombras en lugar de huir de ellas.
También dejé el alcohol. Siempre sentí que mata el alma, que drena la energía vital. Bebía solo para ser aceptada, para encajar en reuniones y fiestas. Mi última borrachera fue en Año Nuevo, hace unos años. Lo pasé bien, pero entendí que no quería volver a hacerlo. La última vez que tuve la oportunidad de beber fue en un evento con mis jefes, y aunque lo hice para encajar, ahora veo claramente que no necesito el alcohol para compartir con los demás.
Lo más importante de mi despertar ha sido mi diálogo interno. Romper creencias profundas fue un proceso difícil, como arrancar raíces viejas para plantar nuevas semillas. Pero lo logré. Aprendí a respirar conscientemente, a confiar en mi magia, a cantar mantras, hacer mudras, meditar. Sobre todo, aprendí a priorizarme.
Hoy, me elijo a mí primero.
El trabajo, la familia, los amigos… todo viene después. Porque entendí que la respuesta que siempre busqué afuera, en realidad, estaba dentro de mí.